por Walter Vargas
Uno de los males más extendidos de la comunidad deportiva es forjar expectativas que no se corresponden con las propias expectativas de los destinatarios: he ahí, por ejemplo, la altísima vara que se le pone a un Juan Martín Del Potro que hoy atiende temas más inmediatos, decisivos para su carrera y, si se quiere, para su horizonte existencial.
Cuando el tandilense regresó a las canchas en la temporada en curso iba de suyo que ahí mismo empezaba y terminaba el hecho por ser celebrado, siempre y cuando, desde luego, se tuviera la expresa voluntad de acompañar la celebración de un deportista que había estado a poco de devenir ex deportista.
Así lo vivió Del Potro y así lo expresó al pan pan: no pensaba en volver a ganar otro Grand Slam, ni en el ranking, ni siquiera en el torneo de la semana siguiente.
Disfrutaba del presente puro, del dichoso presente puro de volver a jugar al tenis a salvo de las tortuosas molestias en una muñeca.
Disfrutaba, nada más ni nada menos, de uno de los ritos básicos de su vida: pasar la pelota amarilla del otro lado de la red.
Sin embargo, en extendidas zonas de la comunidad deportiva y a la cabeza, por supuesto, la babel de las redes sociales, el nombre de Del Potro persistió en dos rumbos explícitos y los dos en clave de imperativo: que lidere una suerte de “cruzada Copa Davis” y que más temprano que tarde se entrevere con los mejores tenistas del planeta.
Bastó que llegue una derrota a manos del primer top ten que se cruzó (el checo Tomás Berdych) para que despunte una aureola de decepción alimentada por el reciente tropiezo ante el marplatense Horacio Zeballos: ¡si pierde con el 113 cómo va a hacer para ganarles a los mejores!
Nada más lejos que de las preocupaciones de un Del Potro que repuso en su diccionario la palabra tan temida, “dolor”, que a la vez invocó el valor de la paciencia y se reconoció como el adversario más grande que debe enfrentar.
En eso está Del Potro, el número 366 del ranking de la ATP, el que en enero de 2010 fue número 4, el que a los 21 años le ganó la final de un Grand Slam a Roger Federer y en 2012 el bronce olímpico a Novak Djokovic.
En eso está quien a despecho del costado antipático de sus brumosas actitudes hacia el equipo argentino de la Copa Davis, ya ha sabido escribir unas cuantas páginas en el libro de oro del deporte de estos lares, y ya es decir.
Y ya hay motivos de sobra para acompañar con sumo respeto, su momento, sus premisas y sus propósitos.
¿Desde cuál autoridad, desde cuál púlpito insano nos arrogaremos el derecho de fijar una agenda que Del Potro no reconoce como propia?
Télam.